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Manual de homilética

Manual de homilética

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 Dice el autor:

Por muchos años hemos sentido en los países de habla hispana la necesidad de un libro que enseñara a los jóvenes creyentes que desean tomar parte en el ministerio de la Palabra, el modo de preparar y ordenar un sermón. El buen deseo de testificar de las verdades del Evangelio, la misma piedad o el fervor religioso, con ser virtudes indispensables para la predicación eficaz, no son suficientes. Es necesario presentar las verdades evangélicas, sobre todo a los nuevos oyentes, de un modo claro y lógico, que persuada sin fatigar sus mentes. Para ello se necesita orden, disposición y clara enunciación de la plática o sermón.

Es cierto que el Espíritu Santo ha usado en ocasiones para realizar su obra de salvación sermones muy deficientes, sin estructura, carentes de lógica y débiles en argumentación. Tal es el caso del sencillo sermón que ganó al que después fue llamado el "príncipe de los predicadores", a Charles Spurgeon. Pero estos son casos excepcionales en los que Dios ha querido llenar por una manifestación especial de su gracia lo que faltaba al instrumento humano. Tales ejemplos no son, sin embargo, motivo alguno para menospreciar en arte de la Homilética, pues la preparación de sermones es un verdadero arte que requiere estudio y adiestramiento, con la particularidad de que, por moverse en la más alta esfera de la vida humana, merece más que cualquier otro arte tal trabajo y esfuerzo.

La cuidadosa preparación del sermón no es, empero, suficiente sin el poder o fuego de Espíritu Santo, que no siempre es el fuego del entusiasmo humano que se expresa con enérgicos gestos y grandes gritos, sino aquella unción de lo alto que da al sermón algo inexplicable que no se adquiere por medios humanos pero lleva los corazones de los oyentes a la impresión de que el mensaje es de Dios, porque es Dios mismo revelándose al corazón del que escucha la Palabra. Si ambas cosas vienen unidas en el sermón, el predicador no podrá menos que ver de su siembra espiritual abundantes frutos para vida eterna.

Pero hay que evitar ambos extremos. El predicador que descuida la preparación de sus sermones, contando imprudentemente en la garantía de la inspiración divina, sin aportar esfuerzo de su parte, se encontrará frecuentemente con que no tendrá mensaje alguno para dar, y se verá obligado a sustituir improvisadamente la falta de inspiración por una charla sin sentido que cansará a los oyentes, pues el Espíritu Santo no suele otorgar premio a la pereza y holgazanería. Y el predicador que sólo confía en  su arte, sus habilidades y su oratoria, en sus notas meticulosamente preparadas y escritas, puede hallarse falto de unción santa y descubrir con sorpresa que su mensaje, por esmeradamente preparado que esté, no llega a los corazones.

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